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Miré el hueso en mi mano. Estaba astillado en un
extremo, de forma que acababa en varias puntas afiladas. Era lo
suficientemente largo como para poder apuñalar sin correr demasiado
riesgo, pero al sujetarlo resbalaba un poco debido a la sangre.
Miré a mis compañeros y asentí con satisfacción,
indicando que podíamos volver a las escaleras para bajar al garaje.
Avanzamos despreocupadamente, y al doblar la esquina que minutos
antes había cruzado Bartolo pudimos ver las escaleras y dos de esas
criaturas. Ambas estaban arrodilladas sobre un cuerpo caído, en el
tramo de escaleras más abajo, por donde teníamos que pasar de
camino al garaje.
Tragué saliva, hice una señal para que no hicieran
ruido y comenzamos a bajar. Escalón a escalón, sin hacer ruido, sin
prisa pero sin pausa. Llegamos al descansillo donde esas dos cosas se
estaban dando un festín a costa de una pobre muchacha. Con una
curiosidad insana me asomé levemente por encima de la cabeza de uno
de ellos y vi tan horrible escena perfectamente.
La chica tenía un horrible desgarrón en el cuello, y
estaba totalmente cubierta de sangre. La camiseta había sido
desgarrada y ahora tenía un agujero en la tripa por donde los
comensales iban retirando las vísceras. Me entraron arcadas y tuve
que llevarme la mano a la boca y hacer un esfuerzo por no vomitarles
encima. No quería llamar su atención.
Doblamos la esquina de las escaleras para llegar al
último tramo antes de entrar al garaje. Bajamos, siempre pendientes
de que nuestros nuevos amigos siguieran comiendo y no nos prestaran
atención. Llegué abajo y abrí la puerta poco a poco. El chirriar
de las bisagras hizo que la atención de los zombis se desviara de su
comida a otra más fresca. Al ver mi expresión de horror, Félix y
Juanjo comprendieron y bajaron a saltos las escaleras, cruzamos la
puerta y la cerré detrás de nosotros.
Oí varios golpes seguidos al otro lado de la puerta y
me eché a reír. “Se han caído por las escaleras”.
Avanzamos poco a poco y nos acercamos a un coche al
azar. Era un Chevrolet negro. Juanjo se puso a lo suyo. Forzó la
puerta del conductor sin ningún problema y se puso manos a la obra
para hacerle un puente. El coche hizo amagos de arrancar. El ruido
atrajo otros sonidos que hicieron eco, alertando a más y más.
-Juanjo, ¿cómo va eso? Date prisa, creo que tenemos
compañía.- Comenté sin poder ocultar el nerviosismo.
-Ya va, ya va. Unos minutos y lo tendré listo.- Hizo
una pausa. -Quizá se alargue, cubridme.
Félix y yo nos adelantamos y cubrimos ambos lados del
coche. Sostuvimos las armas en alto y empezamos a ver varias figuras
acercándose lentamente a nosotros. Me adelanté a una e hinqué el
hueso en su pecho. La fuerza del golpe hizo que se tambaleara un
poco, pero como si nada hubiera pasado estiró los brazos y me agarró
una muñeca. Se inclinó hacia mí, haciendo que el hueso le
penetrara más y abriendo la boca, dispuesto a morderme.
-¡Banzai!- Gritó Félix mientras se abalanzaba contra
el monstruo y le partía la cabeza en dos por el golpe de la barra
metálica, que quedó algo abollada.
-Mierda, ya me he vuelto a quedar sin arma.- Suspiré y
me decaí un poco por aquella noticia fatal.
-¿Y el cuchillo que usaste para cortar el hueso?- La
pregunta de Juanjo me hizo quedarme blanco. ¿En serio había sido
tan tonto de tener un arma en mi mano y haberlo abandonado? La
respuesta era un sí rotundo.
-No os preocupéis, como ya suponía que aquí el señor
olvidaría la importancia del cuchillo, lo cogí por él.- Dijo Félix
mientras sonreía con autosuficiencia.
-Joder, muchas gracias. Menos mal que has venido. Soy un
desastre.- Cogí el cuchillo manchado de sangre y me preparé para el
próximo zombi.
El sonido del motor arrancando llegó a mis oídos como
agua de mayo. Monté rápidamente y me puse el cinturón. Ajusté los
espejos y metí la marcha atrás para salir del aparcamiento. Giré a
la izquierda, encaminándome a la rampa de salida y esquivé uno de
esos caminantes.
Juanjo sacó el móvil y conectó el GPS. Pronto
encontramos los primeros obstáculos mientras íbamos de camino a
Arganda. La carretera estaba llena de coches atravesados,
accidentados, ardiendo. Tuvimos que esquivarlos y conducir en zigzag
varias veces. Otras incluso tuvimos que invadir la acera.
Al final, nos encontrábamos en una rotonda que nos daba
la bienvenida a Arganda del Rey y, detrás de ella, columnas de humo
que se elevaban al horizonte. Llamas en muchos edificios cercanos.
Había frenado el coche para mirar el paisaje, pero ahora sentía la
necesidad de acelerar, de darme prisa y llegar a mi destino.
Me interné en el pueblo, calle arriba, calle cruzada,
ahora izquierda y ahora derecha. Bajé una rampa y torcí a la
derecha. De pronto tuve que frenar bruscamente para no comerme un
motorista, uno que tenía pelo negro y ojos amarillos.
-¡Joder, que nos está encañonando!- Gritó Juanjo al
tiempo que salía del coche y sonaba un disparo.
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