-¡Arriad las velas!- Gritó el capitán con voz firme mientras sostenía el timón.
-¡Mi capitán, se avecina una tempestad!- Le avisó un grumete.
-¡Cruzaremos por entre esas montañas para cubrirnos del temporal!- Informó el gran hombre mientras avanzaba lentamente por el navío, dejando el control del barco a uno de sus hombres de confianza.
Ese día habían conseguido asaltar y hundir con éxito un barco de la armada inglesa. El botín que cargaban era extenso y había sido muy fácil conseguirlo. El capitán paseó por la cubierta de madera, observando a sus hombres trabajar por mantener el control del barco y que el viento no estropease las velas.
-¡Señor, tiene que ver esto!- Gritó uno de sus hombres llevándole un catalejo.
-Trae acá Rogers.- Espetó el capitán al marinero que le tendía la herramienta. El capitán apuntó su visión hacia los riscos a los que iban a entrar, pero no vio nada, sólo las olas partiendo contra las rocas. -¡No veo nada grumete!- Dijo tendiéndole con furia el catalejo de vuelta.
Rogers puso cara de confusión mientras pensaba que debía estar cansado. El capitán Artroz continuó su paseo, mientras la proa del barco comenzaba a penetrar en la corriente que pasaba entre esos dos montículos rocosos, lleno de piedra afilada por la erosión. El barco rozó con una de las paredes, arañando y abriendo una fisura en el casco de madera. Todos se tambalearon.
-¡Patán!- Gritó Artroz mientras se daba media vuelta para ir hacia el que estaba conduciendo el navío, pero no había nadie en el timón. -¡¿Dónde se ha metido Lars?!- Preguntó pensando que se había escaqueado en el momento menos oportuno.
Todo el mundo comenzó a hablar en voz alta con miedo en la voz. “Esta zona está maldita”, “ha desaparecido de mi vista de pronto”, “deberíamos salir de aquí”. Un disparo interrumpió la charla. El capitán había disparado al aire para llamar la atención de sus hombres.
-¡Callaos!- Ordenó. -Oigo algo.
Una fina melodía se hizo audible. Voces dulces y melodiosas llegaron al barco traídas junto a un suave perfume de mujer. Todo el mundo quedó en silencio escuchando con atención hasta que alguien actuó.
-¡Cantos de sirena!- Gritó Rogers. -¡Tapaos los oídos!- Sugirió mientras hacía lo propio y muchos lo imitaban.
Artroz se giró hipnotizado por el bello canto que provenía de una zona de niebla que estaban a punto de atravesar. El capitán del barco desenvainó su espada, dispuesto a combatir el mal que estaba a punto de cernirse sobre su querido navío. Al menos eso pensaban sus camaradas.
Uno de los grumetes que no se había tapado los oídos a tiempo caminó hacia la proa del barco, cerca de donde estaba su capitán, con intención de saltar al mar para encontrarse con sus queridas sirenas, pero el capitán se giró rápidamente y le clavó la espada.
El cuerpo cayó al suelo de madera borboteando sangre por el orificio abierto. La espada goteaba sangre, pero eso no era lo que más llamaba la atención, sino los ojos totalmente en blanco de su capitán.
-¡Son mías!- Dijo con una voz salida de ultratumba. Sus camaradas temblaron, pero Rogers corrió hacia Artroz y le quitó la espada de un golpe.
El capitán sonrió y disparó a bocajarro en el pecho del grumete.
-Hermano...- Dijo éste antes de caer al suelo sin vida.
-Nadie me impedirá reunirme con mi sirena.- Susurró al tiempo que saltaba al agua y una sirena le recogía en un cálido abrazo.
El capitán se sintió feliz, más feliz que nunca, antes de que su compañera tirase de él bajo el agua hasta que terminó por ahogarlo. Pero, aunque Artroz sabía que ese amor le estaba matando, no le importó.
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